La banda del suflé

Cuando te deja una novia, puedes preguntarte qué tendría ella para no apreciarte. Si te dejan dos, la miopía de ellas comienza a sugerir una pandemia. Pero si te dejan todas, mejor te miras tú.

Aquí os dejo con un relato de Francisco Javier Zudaire que he encontrado por casualidad, espero que os guste:

Fuente: CRÓNICAS DE ASFALTO FRANCISCO JAVIER ZUDAIRE

É L era lo suficientemente idiota como para pensar que ella lo había dejado, de manera que daba por hecho haber estado unido a sus encantos, cuando lo cierto era, según le convenció el psiquiatra -un fenómeno de la palabra albardada, a 500 euros la consulta-, que su novia nunca estuvo con él, no en el sentido de estar con todas las consecuencias, así que, conclusión afortunada: no lo había dejado nadie, ella había convivido a su aire, egoísta, sin contar con él.

Salió de la terapia con el ánimo reconfortado y los 1.500 euros menos de las tres sesiones, pero consciente, por fin, de que él no era un abandonado. Eso le dio seguridad, le evitó sentirse un fracasado, le impidió darse a la bebida, tener problemas en el trabajo. si bien se miraba, la minuta del psiquiatra resultaba barata factura ante el beneficio psíquico. Con la estabilidad emocional por las nubes -no había perdido nada-, comenzó a buscar nueva compañía, salió por la noche, alternó con sus compañeros. Y apareció otra. Congeniaron en pocos días y probaron a vivir juntos. La chispa saltó por una tontería, como suele acontecer. Ella se fue de compras y al parecer se encontró con unas amigas, se fueron a cenar y llegó tarde a casa. Podías haber avisado, ¿no? Así comenzó él, pero ella respondió que no estaban ligados por ningún contrato ni tampoco era para hacer un granero de un solo grano; ¿qué importancia tenía ir a cenar con las viejas compañeras del cole? Acabaron mal, la discusión y la convivencia. El grano hizo granero. Fin, otra vez al diván. De allí, en eso tenía buen ojo, salía siempre hecho un jabato: o no le convenían, o nunca lo entendieron, o jamás supieron apreciar sus dones, que eran muchos. Ellas se lo perdían, palabra de psiquiatra. Iba, pues, quemando etapas a velocidad de crucero, porque después de esos dos episodios, llegaron otros tres de parecido final. Y, siempre, con el mismo resultado. Pero -aun pareciendo falsa antítesis, porque seguramente lo es-, lo que no ganaba en convivencia, lo perdía en metálico. Para ser exactos, ya llevaba invertidos unos 10.000 euros en hinchar el suflé de la autoestima, y comenzaba a envidiar a ésos que ni sufren ni padecen, ni se hunden ni dejan de flotar, gente que no precisa de loqueros para recuperarse de un desamor. En fin, ¿cómo era posible que tuviera tan pésima suerte en su vida sentimental? Entonces abordó, más que una experiencia, la experiencia. Un comienzo de lo más vulgar dio paso a su gran historia. La conoció en la calle, una tarde de lluvia -en aquella ciudad casi siempre llovía-, cuando ella estuvo a punto de herirlo en la cara con la varilla rebelde de su paraguas. Compungida, aceptó tomar un cortado, con leche fría, en su compañía. Él pidió un café solo y aprovechó su viaje al servicio para sobornar al camarero y pedirle que pusiera música a la infusión con un chorrito de coñac, para animarse. La conversación se alargó, tomó hasta cinco caféscristianados, y ella optó por un licor de hierbas, pero lo más importante fue que se enamoró. Mucho. Como el idiota que era, más o menos. Quedaron, salieron, conectaron, compartieron, se prometieron y, claro, anunciaron la boda. Esta vez iba en serio. Ella lo quería, no había más que mirarla y ver en sus ojos zarcos su entrega sin fisuras, el paraíso escondido en aquel mundo azul de interiores sublimes. Incluso convivieron ese tiempo de espera hasta el enlace manteniendo las distancias en su casa de soltero, como dos castos enamorados. Y no, sólo él lo estaba. Por eso fue la gran historia. Por partes, como dijo el descuartizador de Boston: un mediodía, ella no vino a comer, ni a cenar, ni a dormir. Vamos, que no vino a nada. Le aconsejaron prudencia antes de denunciar una desaparición. La poli ha visto demasiadas películas y no daría pábulo a cualquier seso (con ese) sorbido. Todo se confirmó al notificarle el banco que estaba desplumado. Menos mal que tenía otra pequeña cuenta secreta para emergencias, y de ella se valió para buscar consuelo en Fede, el psiquiatra. Esta vez lo necesitaba más que nunca, la herida era profunda, exactamente un tajo de 5.000 euros. Costó, pero salió como nuevo. Hasta el día en que el periódico lo devolvió al pozo. La noticia decía:

F. D. A. fue detenido ayer por sus prácticas ilegales de falso psiquiatra. El arrestado era el capo de una red que se ocupaba de esquilmar incautos, supuestamente hundidos anímicamente. Para ello, había montado una organización de jóvenes agraciadas que enamoraban a los ingenuos, les destrozaban los egos y les aliviaban las cuentas corrientes. El jefe de la trama cerraba el círculo con supuestas sesiones de componenda psíquica a 500 euros la unidad. La policía pide a quienes hayan sido perjudicados por esta banda que se presenten en comisaría para hacer la denuncia y calibrar el alcance del fraude.
 
La verdad, no me atreví a ir.

1 comentarios:

Unknown dijo...

Pobre chaval, yo creo que a partir de ahí ya no se fió de ninguna más