La cotidianidad anda llena de fogonazos de aprecio, clamores de amistad y aspavientos de simpatía que se diluyen al minuto de haberlos manifestado. La adrenalina de la voluntad espasmódica tiene eso: tal como viene, se va. Son propuestas impulsadas por subidones de euforia, deseos sin moral, intenciones sin raíz, anhelos de hielo.
Antes, todos esos "quieros" con eco de "olvídame" me parecían poco serios, demasiado frívolos y siempre desconcertantes.
Con los años aprendí a contemporizar, esa expresión de sonido solvente que me suena a la capacidad de temporizar el tiempo, es decir, a hacer malabarismos con las agujas de nuestro reloj personal, que es el que en cada momento marca el ritmo de nuestra conciencia y nuestra actitud. Cuando lo conseguimos, una hora puede ser mucho, muchísimo más que sesenta minutos, porque al contemporizarla se nos transforma en un trocito de vida que podemos acelerar o ralentizar, estrujar, extender, elevar, evocar, olvidar para siempre o repetir hasta nuestro infinito finito.
No hay mejores momentos que aquellos en los que podemos prescindir de las agujas del reloj.
Entonces es cuando ya no te impresionan los fogonazos de amistad, porque entiendes que son cohetes sin pólvora. Y es que, a veces, simplemente tu tiempo no coincide con el de otros.
Texto de: Ángela Becerra
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